quinta-feira, 7 de julho de 2011

Lula passou oito anos garganteando tanto que - com ele, por causa dele, depois dele - o Brasil tinha curado seus males, que muita gente acreditou, inclusive da imprensa, daqui e de fora. Não era um político qualquer falando, mas o "operário que havia chegado à Presidência". (Ninguém classifica Lula como político profissional.) É o encardido fascínio católico e esquerdista (que contagia inclusive gente atéia ou de direita) pela pobreza. E pelo pobre, só porque pobre é. Nunca entendi porque um operário safado vale mais que um empresário sério, mas vale. Conheço juízes, professores e jornalistas que se orgulham da áspera trajetória cumprida, mas não se apresentam pelas profissões que exerceram pelo caminho. Lembro de um colega que, aos 12 anos, vendia alfajores no colégio Dom Hermeto, aqui na aldeia. Hoje é fotógrafo renomado. Jamais o vi usar o passado como cartão de visita. Nem falar como porta-voz dos vendedores de alfajor. Mas o Brasil se acostumou com essa vigarice. Daí para não nos importamos com um governo de ex-operários e ex-bancários e ex-professores que, num upa, virou uma república de novos-ricos, foi um passo. Enquanto isso, na impossibilidade de mais uma vez reelegermos o síndico, elegemos alguém da inteira confiança - dele! Menos mal que, lá fora, começa a aparecer quem desconfie de que hay ratones nesse condomínio ...

¿Por qué los brasileños no reaccionan ante la corrupción de sus políticos?

JUAN ARIAS - El País
El hecho de que en solo seis meses de Gobierno, la presidenta Dilma Rousseff haya tenido que pedir la dimisión a dos ministros de primera importancia, heredados del gabinete de su antecesor Luiz Inácio Lula da Silva, el de la Casa Civil o Presidencia, Antonio Palocci -una especie de primer ministro- y el de Transportes, Alfredo Nascimento, caídos ambos bajo los escombros de la corrupción política, ha hecho preguntarse a los sociólogos por qué en este país, donde la impunidad de los políticos corruptos ha llegado a crear una verdadera cultura de que "todos son ladrones" y que "nadie va a la cárcel", no exista el fenómeno, hoy en voga en el mundo, del movimiento de los indignados.
¿Es que los brasileños no saben reaccionar frente a la hipocresía y falta de ética de muchos de los que les gobiernan? ¿Es que no les importa que tantos políticos que les representan en el Gobierno, en el Congreso, en los Estados o en los municipios, sean descarados saboteadores del dinero público? se preguntan no pocos analistas y blogueros políticos.
Ni siquiera los jóvenes, trabajadores o estudiantes, han manifestado hasta ahora la más mínima reacción ante la corrupción de quienes les gobiernan. Curiosamente, la más irritada ante el atraco a las arcas públicas del Estado parece ser la presidenta Rousseff, que ha mostrado públicamente su disgusto por el "descontrol" actual en áreas de su Gobierno y ha echado ya literalmente de su Ejecutivo -y se dice que no ha acabado aún la purga- a dos ministros clave, con el agravante de que eran heredados de su sucesor, el popular expresidente Lula da Silva, que le había pedido que los mantuviera en su Gobierno.
La prensa brasileña alude a que Rousseff ha empezado -y el precio que tendrá que pagar será elevado- a deshacerse de una cierta "herencia maldita" de hábitos de corrupción que vienen del pasado. Y la gente de la calle ¿por qué no le hace eco resucitando también aquí el movimiento de los indignados? ¿Por qué no se movilizan las redes sociales? Brasil, que con motivo de la llamada marcha Directas ya (una campaña política llevada a cabo en Brasil durante los años 1984 y 1985 con la cual se reivindicaba el derecho a elegir al presidente del país por voto directo de los electores), se echó a la calle tras la dictadura militar para pedir elecciones, símbolo de la democracia, y también lo hizo para obligar al expresidente Fernando Collor de Mehlo (1990-1992) a dejar la Presidencia de la República ante las acusaciones de corrupción que pesaban sobre él, hoy está mudo ante la corrupción. Las únicas causas capaces de sacar a la calle hasta dos millones de personas son los homosexuales, los seguidores de las iglesias evangélicas en la fiesta de Jesús y los que piden la liberalización de la marihuana.
¿Será que los jóvenes, especialmente, no tienen motivos para exigir un Brasil no solo más rico cada día, o por lo menos menos pobre, más desarrollado, con mayor fuerza internacional, sino también un Brasil menos corrupto en sus esferas políticas, más justo, menos desigual, donde un concejal no gane hasta 10 veces más que un maestro y un diputado 100 veces más, o donde un ciudadano común después de 30 años de trabajo se jubile con 650 reales (400 euros) y un funcionario público con hasta 30.000 reales (13.000 euros).
Brasil será pronto la sexta potencia económica del mundo, pero sigue a la cola en la desigualdad social, en la defensa de los derechos humanos, donde la mujer aún no tiene el derecho de abortar, el paro de las personas de color es de hasta de un 20%, frente al 6% de los blancos, y la policía es una de las que causa más muertes en el mundo.
Hay quien achaca la apatía de los jóvenes a ser protagonistas de una renovación ética en el país, al hecho de que una propaganda bien diseñada les habría convencido de que Brasil es hoy envidiado por medio mundo, y lo es en otros aspectos. O que la salida de la pobreza de 30 millones de ciudadanos les habría hecho creer que todo va bien, sin entender que un ciudadano de clase media europea equivale aún hoy a un rico de aquí.
Otros atribuyen el hecho a que los brasileños son gente pacífica, poco dada a las protestas, a quienes les gusta vivir felices con lo mucho o poco que tienen y que trabajan para vivir en vez de vivir para trabajar. Todo ello es también cierto, pero no explica que en un mundo globalizado, donde hoy se conoce al instante todo lo que ocurre en el planeta, empezando por los movimientos de protesta de millones de jóvenes que piden democracia o la acusan de estar degenerada, los brasileños no luchen para que el país además de ser más rico sea también más justo, menos corrupto, más igualitario y menos violento a todos los niveles.
Ese Brasil que los honestos sueñan dejar como herencia a sus hijos y que -también es cierto- es aún un país donde sus gentes no han perdido el gusto de disfrutar de lo que tienen, sería un lugar aún mejor si surgiera un movimiento de indignados capaz de limpiarlo de las escorias de corrupción que abraza hoy a todas las esferas del poder.

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